Visita a las Mujeres Dragón en Tailandia
¿Está mal ir a visitar a las “mujeres jirafa”? Es vulgar el termino, pero esta es la pregunta que circula los debates de los viajeros en el norte de Tailandia. El problema no domina estos debates, preocupados por la tortura de elefantes en los supuestos santuarios, pero quizás debería hacerlo.
Hay que llegar a una respuesta definitiva, de otra manera accidentalmente podríamos estar participando en lo que sería un zoológico humano en pleno siglo XXI.
Un poco de historia y debates morales
Cuenta la leyenda que los miembros de la tribu Kayan (un subgrupo dentro de la étnia Karen) son hijos de un dragón y un ángel. Sin embargo, desde aquella gloriosa creación el mundo ha sido cruel con ellos: tras haber sido abandonadas post servir a Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial han sufrido años de persecución y violencia institucional por parte del ejército de Myenmar.
Buscaron refugio en los campamentos de refugiados del norte tailandés, varios perdiendo a sus familiares y seres queridos en el camino. Formaban una minoría dentro de un gran número de tribus buscando asilo, pero pronto sus establecimientos comenzaron a volverse populares: los visitantes lejanos querían conocer a aquellas mujeres de cuellos dorados de las que todo el mundo comentaba.
Las mujeres de la tribu Kayan (a veces apodadas Long Neck Karen) a partir de los cinco años comienzan a adornar sus cuellos con anillos de cobre. De los cinco a los doce se agrega uno a la vez, y luego de a mayores cantidades una vez al año. Con el paso de los años lentamente ocurre el estiramiento, hasta resemblar el cuello de un dragón. Cuando los primeros turistas aparecieron, estas mujeres acababan de sobrevivir el escape de una tierra que quería matarlas; así que no les molestó tanto tener que sonreír para un par de fotos mientras sus hijos jugaban en libertad.
No se sabe bien de donde proviene la costumbre de la deformación de la clavícula, que cede ante el peso de los anillos simulando un estiramiento de cuello. Algunos teorizan que fue para evitar la esclavización por parte de otras tribus, otros que era para protegerse de los animales salvajes. Lo más probable es que solo sea una tortura más en un mundo donde las mujeres de todas las culturas sudan y sangran en el nombre de la belleza. Cuando los traductores descargan los porqués reciben respuestas vagas: porque les gusta, porque las hace bellas, porque las hace resemblar el dragón del que nacieron, porque las vuelve más bellas ante los ojos de los hombres. Nadie persigue hoy a las modelos de tacones ensangrentados o los adictos de las cirugías plásticas, y técnicamente tampoco deberían perseguir a las mujeres del islam que eligen taparse.
¿Por qué habríamos de hacer algo diferente con lo que las mujeres Kayan eligen hacer?
No deberíamos cuestionarlas claro, siempre que esto sea justamente su elección. Es que hay una pieza en esta historia de valentía y culturas fascinantes que estamos ignorando: el increíble potencial económico que puede generar un zoológico humano.
¿Zoológico o salvación?
Desde el momento en el que decidí viajar al norte de Tailandia aparecieron las imágenes de las mujeres de cuellos dorados en mi buscador. No le di importancia al hecho de que se considerase una atracción: varias caminatas extensas por zonas cercanas al Amazonas incluyen la visita a las tribus de la zona. Lo que jamás vi, sin embargo, es que se creasen aldeas artificiales y se abrieran las puertas a los turistas.
A lo largo de Tailandia parece haber decenas de aldeas situadas a las afueras de Chiang Mai o Pai (independientemente de las aldeas que todavía subsisten más al norte) en la que los turistas pueden pasar a fotografiar y comprar artesanías de las Kayan y otras tribus. “Cada uno de los puestos (de artesanías) este cuidado por mujeres utilizando extremadamente hermosos disfraces de su tribu, las cuales intentan, y normalmente logran, no parecer aburridas ante el constante fluyo de cámaras y turistas que pasan”.
Tenía un sabor amargo en la boca: había lugares artificiales donde los turistas iban a sacarle fotos a estas pobres mujeres como si se tratase de animales exóticos. Además, el problema se complicaba: a pesar de hoy ser elegibles por ley para tener una ciudadanía tailandesa, “resulta difícil obtener una con regulaciones complejas, la falta de recursos, prejuicios sociales y la apatía del gobierno” cuenta IJS, una de las organizaciones intentando remediar esto. No ser ciudadano implica no poder acceder a la educación pública, trabajo, facilidades de salud o votar en las elecciones; además de correr mayor riesgo de ser parte del tráfico humano de Asia. ¿Qué otra oportunidad de conservar sus costumbres en un país que se moderniza rápidamente podría estas personas tener sin estas aldeas artificiales? ¿Cómo ganarían dinero de manera digna sin la ciudadanía? Yo misma había visto personas en pleno libre albedrío hollywoodense elegir ganarse la vida parándose con disfraces al costado del Teatro Chino para que los turistas se tomen fotos. Claramente era más noble para estas mujeres dedicarse a hacer perdurar su cultura que para Stephanie estar pretendiendo ser Marylin Monroe en pleno Los Ángeles, así que quién soy yo para juzgar.
¿Estaba mal que estas mujeres explotasen la fascinación occidental dedicando sus vidas a posar para cientos de fotos diarias? Considerando tanto sus alternativas de vida en Myanmar, de trabajo en industrias ilegales (el turismo sexual está decreciendo, pero sigue siendo alto en Tailandia) o de futuro a la hora de preservar su cultura, lugares como Baan Tong Luang parecían ser la mejor apuesta.
Este modo de vida depende enteramente del turismo que recibe (el ingreso cuesta 500THB) y de donaciones, por lo que si los turistas dejan de ir las tribus dejarán de tener de qué comer. De esta perspectiva resultaba hasta caritativo pensar en visitar estos establecimientos. Lo importante es por lo tanto asegurarse que estas mujeres estuviesen ahí por opción, que tengan otras alternativas y que el beneficio del turismo no sea solo para los dueños de las aldeas.
Visita a la aldea
Baan Tong Luang Eco-Village se encuentra 42KM al noroeste de Chiang Mai, abre de 8:00am a 4:00Ppm y es el establecimiento que elegí visitar, ya que se veía como el más prometedor. Fue creado por la Fundación Choocart Kalampijit, y tiene campos para el cultivo, una iglesia (varias tribus fueron influenciadas por los misioneros católicos que vinieron a ayudarlas) y un Kindergarten. Este último es mantenido con el dinero de los turistas, y cuenta con una beca para mandar al mejor alumno a un colegio en el pueblo. Es posible llegar tanto en uno de los Tuk Tuk rojos que diambulan por Chiang Mai o en moto, las cuales pueden ser alquiladas por tan solo 150TBH/día. El camino es largo, custodiado por árboles y colinas mientras la ciudad desaparece. Pero la dificultad por suerte es baja, ya que esta fue la primera ciudad en la que conducí de verdad en moto y no tuve problema de llevar a mi hermana en la parte trasera hasta la aldea.
Aquel intercambio de boletos y dinero en la entrada me produjo un escalofrío, y aún peor fue comenzar a caminar por el lugar siguiendo carteles que apuntaban en dirección a las diferentes tribus. Palong, Karen, Kayan, Hmong, Lahu Shi Bala, Kayaw, Akha, Lisu…no importaba qué flechas siguieras ahí estaban los miembros de la comunidad, sentados afuera de sus casas cosiendo en los telares o enseñando con sus manos las artesanías. ¡Parecía haber un traductor que hablaba inglés, pero lo único que me dijo fue “you can take picture!” (“¡puedes sacar foto!”). Me entregaron un panfleto describiendo las ropas de las tribus, como si toda esa cultura que peleaban por preservar pudiese ser diluida a su apariencia.
No había nada sobre sus luchas, dioses o sobre su escape de los países vecinos (información que sí está en internet). Los miembros de las tribus eran amigables; mi hermana y yo éramos casi las únicas turistas, así que tuvimos el monopolio de las fotos y las preguntas. En el día a día estoy acostumbrada a detener personas espontáneamente para pedirles respetuosamente un retrato, así que no encontré rara esta parte de la experiencia.
Cuando llegamos al lugar donde vivían los Kayan resultó difícil no parecer un par más de turistas ignorantes. Era una cuestión instintiva de la que nos sentíamos culpables, pero no podíamos dejar de admirar los cuellos dorados de las mujeres que tejían a la sombra, se maquillaban en el espejo o se arreglaban el cabello. Intentamos comunicarnos con una señora de cerca de 80 años, que cargaba en su cuello el peso de 25 anillos. Nos dijo pocas palabras, pero aun así sentimos la fuerza de su espíritu: nunca podríamos imaginar los horrores que vivió para estar en esta situación.
Aparentemente después de varios años de uso, los anillos se convierten en una parte más de las mujeres, quienes solo los remueven una vez al año en una ceremonia en la que los hombres están prohibidos.
Sin embargo, aún más fascinante que esta señora de sonrisa arrugada fue la escena que se desplegaba detrás de ella: dos niñas de distintas tribus karen jugaban a las risotadas. Una de ellas permanecía a la tribu kayan, ya que llevaba puestos los anillos, mientras que la otra solo tenía dos círculos dorados dibujados en el rostro. Le pedí a otra mujer que las cuidaba si podía fotografiarlas, y en ese instante me dediqué a capturar la razón por la cual jamás podría molestarles a estas mujeres vivir en estas tribus artificiales: difícil era quejarse cuando en el pasado estaba la guerra, y en el presente estaban tus hijos y nietos jugando felices. Lugares como Baan Tong Luang (qué igual deberían poner un mayor esfuerzo en vender la cultura y menos en vender artesanías) habían hecho de esto una realidad, provisoria, pero muchísimo mejor que la alternativa.
Antes de salir de la tribu me aseguré de tomar uno de los sets de cinco anillos de cobre en exposición. Era casi imposible levantarlos, ni hablar lo que sería cargarlos sobre los hombros.
Por. Micaela Chutrau
Fotografía: Micaela Chutrau