Las cuevas de Batu, el tesoro de Gombak
En el Sudeste Asiático existe un crisol de junglas, ciudades y playas en el que se funden la cultura china, india, británica, persa y árabe: Malasia, tierra de los contrastes armoniosos.
Así como cultura nace de esta convivencia de etnias y religiones, su paisaje se caracteriza por la integración armoniosa entre la urbe y la naturaleza. Aquella tarde que me entere de las cuevas de Batu me encontraba en Kuala Lumpur, hogar de las Petronas. Me sorprendió descubrir que a tan solo media hora de ese alborotado bullicio de edificios hubiese una serie de templos hindúes custodiados por una gigantesca estatua dorada, cientos de monos y millones de murciélagos. Sin pensarlo dos veces, decidí ir por mí misma a ver de qué se trataba.
Las cuevas se encuentran en el distrito de Gombak, a tan solo 13km del centro de Kuala Lumpur. Llegar a ellas es una simple tarea: debemos dirigirnos la estación de KL Sentral y abordar el KTM Komuter hasta la parada de Batu Caves.
La jornada en total tarda una media hora, y tras caminar unos metros nos encontraremos con los gigantescos 272 escalones custodiados por el dios hindú de la guerra, Murugan. Este gigante dorado, quien sostiene su lanza observando a los fieles y turistas desfilar por la entrada, produce un extraño contraste entre los colores vividos de los santuarios que crecen a sus pies y el abundante verde que crece a sus costados. Me quede boquiabierta mientras el santuario hindú más popular fuera de la India me daba la bienvenida.
No pude evitar preguntarme que tan distinta habría sido la imagen con la que los Temuan, pueblo indígena de la región, se encontró cuando descubrieron las cuevas hace cientos de años. En aquel entonces, las mismas no eran más que un lugar para protegerse de la lluvia, y se mantuvieron así hasta que en 1860 los pobladores chinos comenzaron a extraer el guano que había dentro de ellas.
Recién en 1891 esta montaña de piedra caliza se convirtió en un lugar sagrado tras construir su primer templo. Desde entonces, cientos de devotos peregrinan a su entrada todos los años para el festival de Thaipusam. Aquí honraran al dios de la guerra, Murugan, realizando ofrendas, rezos y desfilando con múltiples lanzas clavadas a lo largo de todo el cuerpo.
Cuando yo las visite en pleno septiembre el panorama era menos extremo, pero igualmente fascinante: hombres de tez oscura se pintaban la cara de blanco y exhibían sus barrigas tapadas en túnicas, mujeres con frentes de puntos rojos vendían collares de flores amarillas, el humo de los sumerios tapaba el aire, dioses mitad animal se asomaban bailando en los techos de los templos. Pero ninguno de ellos era la atracción principal: a los pies del dios Murgaran, columpiándose en los árboles, hurgueteando en la basura, paseando sus familias por las escaleras; no importa el lugar o a la altura, ahí estaban para maravillarnos los macacos, principales residentes de las cuevas de Batu.
Los monos se dejaban fotografiar desde una distancia cuidadosa, y rompían el tratado de amistad amenazando con los dientes cuando un turista se les acercaba demasiado. Paseaban solos, en busca de comida y fotos, o con sus pequeñas crías colgando de su abdomen. Son ellos los que hicieron fácil la caminata por los 272 coloridos escalones hasta la entrada de la primera cueva, la cual realice cubierta por las túnicas que las mujeres hindúes me ofrecieron para volver más modesta mi vestimenta.
Llegar a la cima significo dar un paso dentro de la monstruosa cueva que esconde el templo. Con una abertura en el techo que la llena de luz y las estalactitas de piedra caliza de 400 millones de años de antigüedad amenazando en lo alto, la cueva está decorada con esculturas hindúes, y a sus costados los devotos descalzos realizan extensos rituales entre baldes de agua, humo y pinturas de cara. No comprendí ni lo que decían ni el porqué de lo que estaban haciendo, pero su silencio pacífico y la concentración de su sacerdote me contagio un poco de la magia sagrada que se estaba apoderando de ellos. Al llegar al final de la cueva hay una nueva serie de escalones, donde desde la apertura en el techo se columpian sobre lo que queda del templo los mismos monos que me recibieron en las escaleras.
Una vez terminada la visita por la cueva principal es necesario volver a los escalones principales y descender un poco, para luego desviarnos y dirigirnos a la segunda parte de la aventura. Aunque la entrada al templo es gratis, aquí tendremos la oportunidad de abonar 30MYR a cambio de una excursión por la Cueva Oscura, que no esconde figuras religiosas, si no cientos de murciélagos. Mientras nos aventurábamos en las tinieblas, quedaron atrás los ritos para volver protagonista a la fauna y flora del lugar. Cabe aclarar que aunque disfrute de esta actividad, recomiendo dejarla de lado para todo aquel viajero que este con poco tiempo, tenga un olfato sensible, ya halla recorrido otras cuevas o necesite ahorrar dinero.
El recorrido toma cerca de una hora y se realiza en un grupo pequeño guiado por un experto, con el olor de los murciélagos acosándonos las narices y sus chillidos permanentes en el techo. Cerca de la mitad del camino se nos pidió que apagáramos las linternas y nos quedáramos quietos: era imposible ver hasta la palma de nuestras manos, dentro de la cueva reinaba una noche eterna. Nuestra guía nos explicó sobre la historia de las cuevas y nos ayudó a divisar a los pequeños habitantes de esta húmeda oscuridad: gusanos, arañas y cerca de un millón de murciélagos.
Cuando la luz del sol volvió innecesarias nuestras linternas llego el final del recorrido y el momento de regresar. Despidiéndome de los monos y devolviéndole las túnicas prestadas a las mujeres de la entrada, le di un último vistazo al gigante Murugan antes de salir por la reja. Dejaba atrás un lugar que inesperadamente había sido el paquete completo: animales, religión, historia y naturaleza. Es en mi opinión esta fusión de perfecta de elementos, combinados con su bajo costo y su fácil acceso, lo que convierte a este maravilloso lugar en una de las mejores atracciones que hay en Kuala Lumpur.
Por. Micaela Chutrau
Fotografía y archivo: Micaela Chutrau