Machu Picchu: la ciudad de roca que se eleva al cielo
Siempre hablar sobre Machu Picchu, ya sea a través de la oralidad o la escritura, me ha parecido un gran reto; como el mismo hecho de llegar y aún mayor el de tener que irse. Comprendo perfectamente al explorador estadounidense Hiram Bingham cuando al encontrarse con Machu Picchu, el 24 de julio de 1911, solo pudo expresar, con total franqueza, “aquello me dejó sin aliento […] era como un sueño inverosímil”.
Estando en el interior de la Llaqta Inca de Machu Picchu, palpando su roca de granito blanco, cruzando al lado de la Casa del Guardián o, incluso, viendo de forma presencial la estampa clásica de Machu Picchu, con la montaña Huayna Picchu en sus espaldas, parece que todo fuese una ensoñación, un juego ilusorio orquestado por un gran mago, quien ayudado por la niebla del bosque devela y oculta la ciudad sagrada de los Incas.
Sagrada lo es porque al caminar por sus calles y escaleras empedradas, sin prisas, sin tiempo, encuentras el circular Templo del Sol, y qué más sagrado que el sol y el fuego, o las fuentes que le hacen culto al agua o el Templo del Cóndor, uno de los animales totémicos de la cosmovisión andina, junto al puma y la serpiente, quien conecta con el viento, con lo que nos supera y sobrepone, con el Cosmos mismo.
Llegué junto a mi compañera y fotógrafa Sandra Ramírez el 07 de diciembre de 2020. Un año que no se olvidará por lo enrarecido, por el recuerdo de lo finito y vulnerables que somos como humanos, por el terror infundado y el temor aceptado, por la crisis económica y, por esto último, la reinvención y la reactivación.
También por el descanso que muchos de los lugares de la Tierra tuvieron gracias a la ausencia de la presencia humana. Al llegar a Machu Picchu esto se percibe pues, diferente a lo advertido hace cinco años, primer viaje que hicimos al Santuario Histórico y Natural, la montaña se siente tranquila, descansada, plena; en un estado meditativo que contempla el arribo de los hijos del maíz, en su justa medida.
A diferencia del pasado viaje, cuando caminamos diecisiete horas desde Ollantaytambo hasta Machu Picchu Pueblo (Aguas Calientes) por las fatigosas vías del tren, bajo la lluvia, en la noche y sin linterna en mano, esta vez viajamos cobijados por la comodidad del tren Expedition de Perú Rail.
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En su interior, las paredes nos susurraban, a través de crónicas gráficas, la historia milenaria de un país rico en cultura, tradiciones, leyendas y cantos que resguardan lo que fue y lo que es. Al mismo tiempo, al mirar más allá de las ventanas, un universo natural, histórico y de ingenio humano, en conexión con la naturaleza, se expandía ante nuestros sentidos, ofrendándonos un abrebocas de lo que encontraríamos en la ciudad que se enraiza para alcanzar el cielo.
Acompañados por el tripulante de Perú Rail, Iván Ascue, hombre sensible conocedor del pasado de su pueblo, fuimos contemplando un paisaje único, vibrante; un paisaje que, en fracciones de minutos, transporta de las altas montañas a la ceja de selva, dando origen a los bosques de niebla andinoamazónicos; un paisaje que revela la relación armónica que existió, y puede existir, entre lo natural y las construcciones humanas: Salapunku, Patallacta, Machuquente, la majestuosidad de Wiñay Wayna y Choquesuysuy van erigiéndose entre la frondosidad del follaje o los picos de la sierra, conectados entre sí por el Qhapaq Ñan, una red compleja de caminos preincaicos e incaicos, que se mimetizan sutilmente con el relieve.
A las 4:50 de la mañana siguiente salimos del Hóstel Supertramp. Sí, en honor a Christopher McCandless, el joven que se rebautizó como Alexánder Supertramp, y lo dejó todo para recorrer Estados Unidos sin dinero en los bolsillos, buscando, además de su onírica Alaska, la esencia de su Ser.
Con honores este Hóstel lleva su nombre, pues es un lugar con alma, al igual que su administrador o “gestor de sueños”, como él mismo se hace llamar, Santiago Ortega. Cargado de buena energía, genuino, que se ríe, que comparte y refugia, Supertramp hace sentir al viajero en casa. Miles de mensajes en diversos idiomas, escritos en las paredes, techos, puertas, zócalos y sobre los murales lo dicen una y otra vez. Su sala y sus habitaciones son oráculos de agradecimiento redactados por toda esta Babel que soñó llegar alguna vez a Machu Picchu y lo logró después de descansar en Supertramp.
Antes de las 6:00 a.m., siguiendo el fluir del río Willkamayu, estábamos en el Puente Ruinas, aguardando que a esa hora exacta los guardias de seguridad nos permitieran ingresar caminando, pues cómo hacerlo de otra manera luego de hacer nuestro viaje a pie desde Cusco hasta Ollantaytambo (Ver El camino de las banderas rojas) y hace cinco años desde Ollantaytambo hasta Machu Picchu.
Durante una hora y ocho minutos subimos la montaña, su sinfín de escalas en medio de la maraña de los bosques de niebla y los cantos matinales del solitario andino y la oropéndola para llegar primeros, casi únicos, a la entrada de la ciudad sagrada que un día, en el gobierno del Inca Pachacútec, entre 1438 y 1471, se ideó y construyó.
El estar allí, observando el tallo fino de las rocas, el encontrarse en medio de Apus místicos que danzan al son de lo andino y lo amazónico, bordeados por el gran río Willkamayu, no da oportunidad para dudar de lo sacro de la ahora ciudad arqueológica, del magnetismo que ha tenido, y seguirá teniendo, al congregar la energía de tantos y tan diversos peregrinos-viajeros.
Para nosotros, la ruta desde Cusco hasta Machu Picchu fue un viaje medicina, de contemplación y no conquista, de introspección y de afirmación, de búsqueda y compartir, donde nuestra filosofía de vida se afianzó en el Ayni, es decir, en el intercambio, cooperación y solidaridad recíproca, donde cada parte entrega lo mejor de sí, según las capacidades que posea. Significó más que el fin de un camino, el inicio de un gran viaje.
En contravía a la teoría del arqueoastrónomo italiano Giulio Magli, nuestra peregrinación no terminó en el Intihuatana de Machu Picchu, el punto más alto de la ciudadela. Después de estar por alrededor de nueve horas en la Llaqta Inca continuó nuestro camino de retorno al pueblo de Aguas Calientes, donde agradecidos conocimos al oso andino o Ukumari, nos encontramos con el vuelo tecnicolor del colibrí, ave endémica de Abya Yala (nombre originario de América), y nos dejamos envolver por la diversidad de orquídeas y bromelias, junto a la bióloga Carmen Soto, en la reserva natural de Inkaterra. Igualmente, Chinchero, Tipón y Choquequirao nos esperan.
Y a diferencia del Ítaca del poeta Constantino Cavafis, Machu Picchu nos dio el Camino y nos dio a Machu Picchu, y esa imponencia propia que deja sin palabras, sin aliento.
Lo difícil no fue llegar. Lo difícil fue despedirse.
Por. Yeison Medina
Fotografía: Sandra Ramírez