El camino de las banderas rojas
Ya son seis meses conociendo, recorriendo y sintiendo el Valle Sagrado de los Incas. Desde Cusco hasta Ollantaytambo caminamos, un 90% de nuestros pasos los hicimos por entre chacras y pueblos perdidos en el mapa; el otro 10% fueron pasos por carretera pavimentada.
Me gustan las matemáticas porque en ella se guardan códigos, leyes naturales, fórmulas místicas, vida; sin embargo, mentiría sobre el kilometraje vencido, el número de pasos dados o las horas que nutrieron nuestra ruta. Caminamos mucho, es lo cierto, aunque siempre se puede caminar más. La experiencia trasciende el texto y la fotografía, pues cómo retratar con imágenes y palabras el olor de una chichería o el aura que habita en ellas; eso que cobija, alberga y refugia a locales y viajeros.
Precisamente, si hubo algo que caracterizó a todo este recorrido por el Valle Sagrado fue el camino de las banderas rojas. De resistencia y revolución. De pasión y de fuego. De los cientos de mamachas (y un papacho, que conocimos en Coya) que izan el estandarte rojo, a veces de plástico, otras veces de tela, que anuncia sobre la puerta o la ventana de sus casas que la chicha, en quechua Aqha, ya se encuentra en la chomba guardando la ancestralidad del pueblo andino y del maíz.
Volviendo a las matemáticas, fueron incontables las chichas y las frutilladas que alimentaron nuestro estómago y robustecieron nuestro pecho. Motor del camino, viaje al pasado caminando siempre al frente, medicina, como lo aseveran las caseritas, para los pulmones, la buena digestión, para dormir o para activarse durante las horas de trabajo, para reír, recordar u olvidar, según sea el caso, para potenciar la libido sexual, para cultivar la semilla del quechua, las raíces, lo que somos y de lo que somos.
Desde Cusco hasta Ollantaytambo no nos faltaron chichas: compradas, compartidas y ofrendadas. No nos faltó señora chichera que nos adoptara, nos confiara historias de su vida; el ingreso a lo íntimo a través de su casa, su sala, cocina o patio. Nos pusiera en la mesa un caporal más o un vaso de cerveza. Sin olvidar el cañazo obsequiado por Mama Pascuala, en Písaq, para combatir el Covid-19 o el almuerzo de Ña Fernanda, en Taray, antes de continuar hacia Lamay o la frutillada acompañada de cuy y de pato que puso sobre nuestra mesa doña Lucy, en Calca, para celebrar la vuelta al sol.
Después de Huchuyqosqo, un pueblo congelado en el tiempo, entre montañas, maizales, centro arqueológico y cascada, donde la chicha sabe a miel, continuamos nuestro camino caminado por Sacllo, Calca, el Apu Pitusiray y sus sombras equinocciales, Chimpacalca, Urco y la guaca de la serpiente, Arín, su catarata y la minka, Huarán, Huycho, Urquillos, su fresca frutillada y su gran árbol en medio del parque, Huayllabamba, Yucay con sus terrazas agrícolas, Urubamba, Maras, sus salineras, Pichingoto y Moray, el retorno al vientre de la Gran Madre por intermedio del Temazcal y el percibir que todo tiene vida, todo tiene movimiento, en diferente frecuencia, gracias al abrazo y al rugido amoroso del abuelo amauta Wachuma.
El bosque de Pumahuanca, la casa medicina de Marcela Pantigozo, David Aedo Baca y su familia, el camino en medio de la noche por las chullpas de Urubamba, Yanahuara, Paucarbamba y Páchar. Ñaupa Iglesia y su silencio pétreo y revelador, las pinturas rupestres de Llamapintay, el baño bajo la lluvia de Perolniyoc, la gente de altura, de alta montaña de Soqma, Raqaypata y Ollantaytambo, pueblo inca viviente donde la roca es etérea, susurra, palpita, cuestiona.
Las canteras de Cachiccata e Intipunku, Apus que destrozaron mis zapatos y mi ego. Huilloc y sus tejidos color San Pedro, Marcacocha, Pallata y Pumamarca, fortaleza pre-inca que resistió a la embestida codiciosa española.
Cuando personas me preguntan por qué caminar, no sé qué decir, no tengo razones que alimenten su curiosidad. Tal vez pudiese responder que caminar es mi meditación o que deseaba sentir por lo que pasaba un chaski. Creo que solo caminando se puede comprender. Solo el camino entrega estas respuestas. O quizás sea, como decía El Brujo de Otraparte, Fernando González, en su Viaje a pie: “el camino es casi toda la vida del hombre, cuando está en él sabe de dónde viene y para dónde va”.
Por. Yeison Medina Medina
Fotografía: Sandra Ramírez Giraldo